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Atrapados en la guerra

  • Foto del escritor: Sara Martínez
    Sara Martínez
  • 16 jun 2018
  • 4 Min. de lectura

Dejarlo todo. Tu trabajo, tu casa, tu familia, tus amigos.


Caminar kilómetros y kilómetros sin apenas nada que beber o comer. Los pies sangrando, las piernas que empiezan a temblar. Pero no puedes parar, tienes que seguir caminando.


Por fin llegas a la frontera, pero tienes kilómetros de mar, no puedes nadar tanto, jamás conseguirás llegar a tu destino. Todo el esfuerzo ha sido en vano, te toca volver a de donde has venido, donde probablemente tus familiares y amigos ya no estén. Puede que hayan emprendido la marcha, como tú, o puede que una de las continuas bombas que te despiertan cada mañana, las mismas que cada noche impiden que te duermas, se los haya llevado. Si no es hoy, será mañana. Si no es una bomba, será un soldado. Si no es un soldado, será el hambre.


Es entonces cuando se te acercan, te dicen que por 3000€ pueden ayudarte a cruzar esa inmensa masa de agua salada(o quizás por 7000€, depende de la desesperación que vean en tu mirada y los billetes que supongan en tus bolsillos). Son todos tus ahorros, sí. Pero una vez cruces conseguirás de nuevo un trabajo, bien pagado. Después de varios meses trabajando tendrás suficiente como para pagarles el viaje a tus familiares más directos, y tendrás un techo que ofrecerles a todos tus conocidos. Decides pagar, merece la pena.


Con gritos y prisa te subes al barco. Una lancha motora, cientos de compañeros de viaje. Una vez en el mar, la lancha se para, el motor no estaba preparado para una travesía tan larga.


Tras días en medio de la nada, entre llantos y gritos de dolor y desesperación, la mujer que tienes al lado rompe aguas. Sí, estaba embarazada. Sí, esperaba poder darle a su nuevo hijo la vida que ella nunca pudo tener. Pero eso nunca sucede, muere en un doloroso parto, entre lágrimas. Te ves obligado junto con otros pasajeros a tirarla por la borda, más sitio para los demás. Días más tarde, ya sólo queda la mitad de la gente que ese día decidió subirse para emprender ese fatídico viaje.


Es cuestión de tiempo que divisen la patera. Pero no es la bienvenida que tanto tiempo llevabas esperando, a la que tanto tiempo llevabas aferrándote para sobrevivir. Te reciben gritos, malas caras. No entiendes nada, esa gente no habla tu idioma. Intentas explicarte, pero nadie te entiende, nadie quiere entenderte.


Una vez llegados a este punto de la historia, existen dos posibles finales: te envían de vuelta a las bombas, los soldados y el hambre. A un sitio donde ya no queda nada ni nadie. A un sitio que un día fue tu hogar. Allí morirás, poco importa cómo o por qué, tan solo eres un daño colateral más de esa guerra sin fin. Existe otra posibilidad: te quedas en ese nuevo país, donde todo brilla más, donde ves cosas que nunca habrías podido imaginar. Quién te iba a decir a ti, que escapas de una sangrienta guerra, que ibas a descubrir lo que es el odio en el primer mundo, donde todo es bonito, donde todo está bien. Dá igual que en tu país fueras médico, abogado o profesor; ahora eres "un negro de esos que vino en una patera", y con suerte podrás limpiar la mierda de los caballos europeos, con suerte conseguirás que te paguen por limpiarla. Vas por la calle, ves las terrazas repletas de gente que ríe, que disfruta de una bebida fría mientras habla de futbol, del tiempo y de qué rápido crecen los niños. Recuerdas la embarazada, cada una de las muertes en la lancha. Te preguntas qué será de tus padres, de tu pareja, de tus hijos. Pero algo te saca de esos pensamientos, una voz, unos chavales que se fuman entre risas un cigarro, que te miran por encima del hombro, que te escupen y te insultan a tu paso. A ti, que eras médico. A ti, que escapaste de una guerra y sobreviviste al mar. A ti y a cada uno de los "putos negros", porque total "todos son iguales". Te acusan de robarles el trabajo, ese por el que apenas te pagan y que nadie quería. Te insultan por recibir ayudas que no te mereces, porque eres negro, porque solo se las merecen los que hayan nacido en ese país. Te preguntas qué diferencia hay entre eso y lo que lees cada noche en esos libros que pides prestados en la biblioteca, esos sobre el holocausto nazi. No comprendes cómo un continente que ha sufrido una guerra tan horrible como la IIGM no puede comprender que te marcharas de tu país. Pero en realidad no piensas, no sientes, tan solo eres ese negro que no sabe nada porque vino en una patera.

Esto es tan solo un ejemplo. Cabe la posibilidad de que no hayas tenido que cruzar el mar, puede que hayas hecho kilómetros a pie para finalmente llegar a una valla. Y la historia sigue como en la patera, pero sin agua.


Estos días se están oyendo muchos comentarios acerca del error que supone acoger en España a los pasajeros del Aquarius. Quizás esas personas deberían reflexionar y, ya de paso, leer algún ensayo de ética o moralidad humana. ¿Que no hay espacio ni recursos para tanta gente? Sí, es cierto. Y después de este barco, seguirán llegando miles de pateras a nuestras costas, y los acojamos o no, eso no cambiará. Pero entonces, ¿qué se supone que pretendeis? Yo no quiero ser una asesina.


A ver si aprendemos de una vez que no se trata de destruir las pateras y a la gente que viaja dentro, se trata de destruir los problemas que hay en sus países, aquellos que hacen imposible la existencia de vida humana.


Espero que el mundo alce la mirada algún día y vea algo más que su propio ombligo.

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Sobre mi

1999. Diciembre. Decidí ver el sol en la bonita ciudad de A Coruña . Y pese a haber nacido el día del derby (Dépor-Celta), no entiendo de fútbol. Bueno, no entiendo de ningún deporte, en general.

 

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